El delicioso tormento de vvir y morir

octubre 1st, 2019

 

El delicioso tormento de vivir y morir

 

El estómago sufre una torsión, una inquietante zozobra recorre el cuerpo acompañada de desasosiego y miedo; parece como si la mente se bloquease. Es una sensación de querer huir, pero ¿a dónde? Es la angustia vital ante el inquietante pensamiento de que un día desapareceremos y dejaremos de ser. Es la imagen de la Dama de la Guadaña que ejerce una forma de terror que nos arrastra como un torbellino primigenio, o esa angustia que sufrían los seguidores de Sartre y Russell en la aurora de 1968 y que tan crudamente ha descrito C. M. Cioran en Breviario de podredumbre donde podemos leer: “Pues nuestro destino es pudrirnos con los continente y las estrellas, pasearemos, como enfermos resignados, y hasta el final de las edades, la curiosidad por un desenlace previsto, espantoso y vano”.

 

Uno de los capítulos más desconcertante e injusto de la condición humana es el ineludible final de la vida, un final inevitable del que se han escrito cientos de versiones de lo que puede acontecer, lamentablemente ningún testigo ha podido confirmar nada ya que, una vez que se franquea la frontera de la muerte, no hay regreso posible por ahora, es como el “horizonte de sucesos” de un agujero negro que, una vez que se atraviesa, no existe retorno posible.

 

Para paliar la angustia de ese final que para muchos es definitivo, han surgido las religiones y las filosofías. Las religiones con pueriles historias de paraísos que nos aguardan, siempre que seamos fieles a la doctrina que los propugna, o regresos de nuevo a esta vida en complejas reencarnaciones cíclicas, como si no hubiésemos tenido bastantes sufrimientos con una estancia en este planeta. Nada que se haya podido confirmar, algo tan vano como la creencia en el alma o el espíritu.

Las leyendas están repletas de seres inmortales y las religiones de extraños personajes que viajan del Más Allá al mundo terrenal. Seres como el Caballero Verde de los sufíes. O personajes que resucitan como el Lázaro Bíblico quién, curiosamente, no hace el menor comentario de su estancia en la mansión de la Parca y no nos aporta ningún conocimiento del más allá, convirtiéndose en un fragmento bíblico que más bien parece extraído de un libro de brujería. Su paso por las páginas de la Biblia es tan rápido como el actor que atraviesa un escenario en una obra de teatro de misterio.

Desde el momento que adquirimos consciencia de nuestra existencia, todos sin excepción, vivimos traumatizados por la muerte, digo sin excepción porque hasta el más creyente procura sobrevivir y no arriesgarse a un final del que siempre alberga una ligera duda.

Algunos seres, sujetos a infantiles creencias, no han asimilado la realidad de la muerte. No se han enfrentado al escenario que un día dejaran de pensar, que ya no habrá recuerdos, que no verán más amaneceres ni sentirán el aire en sus rostros, ni olerán el perfume de las flores… que no serán nada, no existirán porque estarán sumidos en el silencio eterno, en un estado que ni siquiera percibirán.

Es una inmensa incongruencia que durante decenas de años estemos almacenando información, conocimientos, recuerdos, razonamientos y reflexiones en nuestro cerebro, para que en un instante dado todo ello quede borrado y destruido. No cuadra con el sentido común este desolador viaje, esta infecunda presencia en nuestro mundo, para llegar a un final tan devastador. Como diría el dicho popular: “Para un viaje tan corto no se precisaban tantas alforjas”.

La muerte parece no querer valorar las experiencias adquiridas. Es tan estremecedora como el espectáculo de destrucción y creación que nos ofrece el Universo. Ante la fría lógica algo no es coherente, algo falla en nuestra presencia ante el universo si, tras un corto lapsus de tiempo, vamos a ser fulminados. Este hecho hace que nos preguntemos: ¿Si los seres vivos con sus conocimientos mueren, qué perdura?

Por otra parte, nuestra experiencia en esta realidad que vivimos no siempre es fructífera, en la mayoría de casos es una escalera con seres que no pasan del primer peldaño de conocimientos. Seres que más bien han aportado con su presencia, al margen de un puñado de genes, una figura testimonial en las sucesivas cadenas de nacimientos y muertes. En cualquier caso, sean seres destacables, mediocres o simples bufones de la existencia, sus vidas van acompañadas de incertidumbre, desasosiegos, dolor, temores, desamores y sufrimientos. Es decir, la experiencia de surgir en este mundo es más un calvario que un camino de conocimientos. ¿Qué finalidad tiene ese destino cargado de calamidades con un final que va a borrar las experiencias adquiridas? Si bien es cierto que Einstein, por ejemplo, nos dejó la teoría general y restringida de la relatividad, él ya no existe, él no ve la importancia de su aportación, él no es nada, al margen de recuerdos en los libros de física, como lo es el monologo de “ser o no ser” de Shakespeare en Hamlet.

No me conforma que nuestra existencia sea solamente para ir cimentando, en una evolución de cientos de años, la llegada de un ser superior cada vez más enriquecido de sabiduría y conocimiento. Un ser que, en su lógica mental, pensará que para adquirir el nivel que haya alcanzado han sido necesarias cientos de generaciones que hoy son solo un triste recuerdo, y que ni siquiera forman parte del triunfo logrado, a no ser que exista una memoria genética o memoria cuántica que se activa y permanece flotando “ahí” tras nuestra muerte, como aquella filosofía perenne y memoria primordial de la que nos hablaba Huxley. Pero eso no lo hemos podido comprobar, y mientras tanto en ese final irremediable nuestros átomos se desconexionan y dejaremos de escuchar melodías que nos hacen palpitar el corazón, no sentiremos la brisa del mar, ni veremos las nubes en el cielo cambiando de cariz, no percibiremos la iluminación de la estrellas, y dejaremos de leer las enseñanzas de los maestros milenarios.

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