El espectáculo de imágenes del universo que nos ofrecen los telescopios es de una belleza incomparable, pero paradójicamente el universo es un lugar de destrucción, caos y cataclismos. Un lugar que se expande con un final inevitable en el que los astros irán sucumbiendo en la frialdad de sus espacios infinitos.
A través de nuestros instrumentos vemos galaxias como la nuestra que chocan irremediablemente con otras. Una imagen espectacular pero aterradora si pensamos que millones de estrellas con sus planetas, algunos con probabilidad de albergar vida como la nuestra, están sucumbiendo en este megadesastre cósmico. El mismo desastre que nos asolará cuando la galaxia espiral de Andrómeda colisione, inevitablemente, con nuestra galaxia dentro de cientos de millones de años. Una muerte anunciada como diría Cortazar.
En otras ocasiones los telescopios captan estrellas novas o supernovas, astros como nuestro sol que han explotado destruyendo todo su sistema planetario y lanzando una letal radiación a otros sistemas planetarios próximos.
Luego están los agujeros negros que van atrayendo hacia su centro devorador todo lo que les rodea, estrellas, planetas, etc. Son auténticas máquinas de desmenuzar y convertir en átomos a inmensos planetas.
El caos, el azar y las probabilidades son los tres factores que dominan en nuestro universo. En un lugar tan remoto como nuestro sistema planetario los peligros son evidentes: cometas que impactan con planetas, como fue el caso de Júpiter; asteroides que chocan creando inmensos cráteres en Marte, la Luna, Mercurio, etc., y que han producido extinciones masivas en la Tierra; radiación cósmica que barre la superficie de planetas como Marte; lugares fríos e inhóspitos como los satélites de Júpiter, Saturno, Urano, Neptuno…
La misma Tierra con sus parajes idílicos se convierte en ocasiones en un monstruo bárbaro y destructor, con sus volcanes arrojando fuego, sus huracanes barriendo ciudades, sus terremotos estremecedores, sus tsunamis de enormes olas y cientos de catástrofes que los seres humanos no podemos controlar.
El azar de que no hemos tenido un impacto de un asteroide destructivo en los últimos miles de años, el azar de que no ha explotado un apocalíptico volcán como el de Yelowstone, el azar de que nuestros Sol no ha lanzado un letal llamarada contra nosotros, ni que un cometa nos ha arroyado, forman parte de nuestras probabilidades de existir.
Vivimos en un universo caótico y en un planeta más o menos equilibrado. Pero la fragilidad de nuestras vidas persiste. No hay bondad para nuestra existencia, no hay un plan divino que nos proteja de accidentes, enfermedades o desastres. Y a pesar de ello el ser humano, ignorante y prepotente, se comporta con soberbia, ambición de poder, exhibicionismo de sus riquezas y orgulloso de su inteligencia. Es ajeno a su pequeñez, es ajeno al hecho de que si despareciese toda la vida de la Tierra, al universo ni le importaría ni le preocuparía ni le afectaría, no habríamos sido para él ni una furtiva sombra.